sábado, 1 de septiembre de 2018

Réquiem para un último día

«Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis»
(«Concédeles el descanso eterno, Señor, y que brille para ellos la luz perpetua»).



La sensibilidad que me ha hecho luchador es la misma que me ha cortado el párpado, y sangro desilusión mientras transpiro frustraciones y hostilidades.
Por otra parte, no tenemos ningún tipo de sentido o justificación y eso es jodidamente molesto, doloroso, y me siento estafado y sofocado como nunca antes.
Pensando, con una dósis de optimismo casi imperceptible para ojos no entrenados, en la noche que aqueja la conciencia de cualquier hombre con suficiente tiempo para pensar una que otra circunstancia. He pensado en el último día, aquel en el que antes de que suenen las campanadas que conforman en gran parte el preludio de lo que acontecerá, con un sonido triste que socava esperanzas, en ese momento por fin me encontraré libre y podré darte unas palabras de despedida, a través de las palabras mismas que seguramente serías capaz de escribirme. Y así de forma definitiva en ese réquiem podré besar al fin tu frente, tu sien, tus párpados, tu nariz, tu mejilla, tus labios. Endulzando con hiel toda la ternura de tu boca de miel. Quizá pueda sentir tus manos y tú sentirás mis manos gélidas, esqueléticas, grises, descompuestas por el tiempo que implacablemente enfría y desgasta absolutamente todo hasta volverlo ceniza.
Entonces en aquellos tiempos la paleta de azules del cielo, que en este día me da cobijo y en parte inspira las palabras que te dedico, te recordará el amor que he mantenido puro e incorruptible. Profundo y puro como el azul del océano, pero ¡qué inevitable es la oscuridad cuando hablamos de pureza y profundidad! Es casi una contradicción intuitiva necesaria.
Cuando sea el alimento de las larvas y todas mis posiciones físicas no me sirvan de nada, y mis historias vivan nada más que en los oidos de quienes escucharon y en los ojos de quienes leyeron, entonces habré llegado al punto sin retorno, del que nadie vuelve. Salvo, claro, el carpintero ese que siempre ha de sufrir por incomprendido en este mundo de incomprendedores seriales.
Observaré las paredes acolchonadas que recubren las maderas y qué estúpido se verá todo desde ahí adentro, en perspectiva se verá todo tan ridículo. Todo menos el amor que he sentido. En vida el amor es ridiculizado, pero desde ahí adentro uno se da cuenta que es lo único que ha importado en nuestro breve viaje en bicicleta por esta bola rocosa gigante. Y cada día me lo confirma un poco más.
Mi corazón lleva un pequeño fragmento de vidrio por cada alma que sufre en la Tierra, cargo con todos esos vidrios rotos en el miocardio. Estoy anestesiado por el dolor, recostado, pensando en todas esas tristes almas desesperanzadas y en todo lo improducente e inútil que puedo ser. Pienso en vos y en mí, de nuevo, en todo lo improducente e inútil que puedo ser. Pero aunque éste réquiem esté dominado por la soledad, se que no estaré sólo, porque estoy lleno de amor por todas esas personas. No se puede vivir del amor, eso está muy claro. Pero cuando vivir no está en la ecuación, entonces las matemáticas cierran muy bien. Confío en que no me vas a olvidar, porque en el fondo de tu corazón vas a guardar este réquiem y me vas a guardar a mí, y cuando muran los gorriones de vidrio que habitaban en mi corazón tendrán que migrar a otro corazón de algun otro pobre imbécil que muera en vida de sensibilidad. Pero hay algo que otras personas no pueden comprender y es que esos gorriones cantan ¡Y cantan tan hermoso, querida! En una melodía que puede armar y desarmar todo, y mantiene la maquinaria encendida, aunque nadie más lo pueda entender.
Aunque sea difícil de comprender, escribo todo esto para contarte que esos gorriones hoy te cantan para que recuerdes, para que ames, para que los recibas.
Cantan éste réquiem para salvarme.


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